Ana Paula Vázquez
[San Luis Hoy]
Este martes amaneció con ruido. No el habitual bullicio de los pasillos universitarios ni el murmullo de clases a medio comenzar, sino el sonido seco de pasos que marchan, de voces que crecen, de pancartas golpeando el aire.
Desde temprano, las calles de San Luis Potosí se convirtieron en una marea estudiantil que avanzaba entre el asfalto y la indignación. La Universidad Autónoma de San Luis Potosí (UASLP) ya no era el lugar del saber: era el epicentro de la ira, la desesperación y la memoria acumulada de tantas denuncias sin respuesta.
Eran las ocho de la mañana cuando los bloqueos comenzaron. En cada vialidad, estudiantes de distintas facultades cerraban el paso, levantaban carteles improvisados y gritaban consignas que se repetían como eco: “No somos una, no somos diez. Pinche Zermeño, cuéntanos bien”. La ciudad se detuvo. Y por unas horas, el tránsito cedió su espacio al reclamo.
El motivo inmediato: la presunta violación de una alumna de la Facultad de Derecho. Pero en el fondo, la rabia tenía raíces más hondas. Para muchas, era el último capítulo de una larga historia de indiferencia institucional frente a la violencia de género dentro de la universidad.
A media mañana, mientras los contingentes seguían multiplicándose, las autoridades universitarias intentaban contener el incendio. En conferencia, Urenda Queletzú Navarro Sánchez, abogada general, y Karla Pantoja, titular del Órgano Interno de Control, informaron la destitución de la defensora de los derechos universitarios, Magdalena Beatriz González Vega, y la aceptación de la renuncia del director de Derecho, Germán Pedroza Gaytán. Dos alumnos, dijeron, habían sido expulsados. Pero esas medidas llegaron tarde. Las calles ya hablaban, y en ellas la palabra “justicia” no pedía un trámite, sino un cambio.
Hacia la una y media de la tarde, el movimiento tomó forma de río: miles de estudiantes avanzaron hasta el edificio central. Frente a las puertas se levantaron carteles y exigieron la renuncia del rector Alejandro Zermeño Guerra. Querían mirarlo a los ojos, pero el rector no estaba. Según informó el secretario general, Federico Arturo Garza Herrera, se encontraba en la Ciudad de México.
La noticia fue como gasolina. “¡Las facultades unidas y presentes, y el rector ausente!”, gritaron una y otra vez. Lo que siguió fue un mitin espontáneo. Decenas de jóvenes tomaron el megáfono. Algunas temblaban, otras sostenían la voz con rabia y firmeza: contaban sus historias, los silencios, las veces que denunciaron y nadie las escuchó.
En los ojos del estudiantado había una mezcla de dolor y fuerza. Era la generación que decidió no callar más.
Después, el aire se volvió tenso. Un grupo de manifestantes pidió al personal docente y administrativo abandonar el edificio. Entre reclamos y botellas de agua arrojadas, los directivos salieron. Al interior, personas encapuchadas rompieron parte del mobiliario de la Uni-Tienda. Afuera, el sol comenzaba a quemar, pero la protesta seguía viva.
En Plaza de Armas, la multitud pidió también la renuncia de la abogada general y denunció la negligencia institucional. Una mujer que se presentó como exdocente tomó la palabra para señalar a Cynthia Valle Meade, titular de la Secretaría de Difusión Cultural, por presunto abuso de poder. Su voz tembló al inicio, pero fue recibida por un aplauso largo, de esos que suenan a respaldo y a cansancio acumulado.
Al caer la tarde, alrededor de las cinco y media, quedaban pocos. Eran los mismos que habían iniciado la jornada, cansados pero firmes. Frente al edificio central, uno de ellos tomó el megáfono:
—Si el rector no da la cara, seguiremos aquí. Tomaremos las facultades. Y si no basta, iremos hasta la Fiscalía.
La respuesta fue un aplauso seco, de determinación.
Esa tarde, la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, no tuvo clases, pero sí lecciones. De rabia, de memoria y de dignidad.
